Lecturas de Hoy: 1Ts 1,1-10; Sal 149,1-6a.9b; Mt 23,13-22
Cada 28 de agosto, la Iglesia Católica celebra a San Agustín de Hipona, el célebre obispo de la antigüedad que encaminó a la filosofía y la teología por la ruta de la cooperación, de tal manera que quedaron sentadas las bases de la doctrina cristiana, como depositaria de la verdad -aquella que inquieta el corazón del ser humano y que se plenifica en el encuentro con lo divino-.
Poseedor de una fineza espiritual y una profundidad intelectual extraordinarias, Agustín de Hipona no solo ha dejado una huella indeleble en la tradición eclesiástica latina, sino que su pensamiento ha producido un impacto decisivo para la ciencia occidental.
En San Agustín toda alma que busca la verdad encuentra un amigo seguro y fiable. Por eso es el patrono de «los que buscan a Dios».
A San Agustín se le cuenta entre los Padres de la Iglesia, y forma parte también de la lista de los Doctores de la Iglesia. Fue un brillante orador, filósofo y teólogo, autor de célebres textos entre los que se encuentran las «Confesiones» y «La ciudad de Dios». Sirvió a la Iglesia como sacerdote y obispo.
«Tarde te amé»
San Agustín de Hipona nació el 13 de noviembre del año 354 en la ciudad de Tagaste, ubicada al norte de África, en lo que hoy sería Argelia. Sus padres fueron Patricio Aurelio, ciudadano romano, y Mónica, mujer cristiana de probada virtud que alcanzaría la santidad por su abnegación y perseverancia, rezando y luchando por la conversión de su esposo y su hijo, Agustín.
En su juventud, Agustín se entregó a una vida libertina, dada a los placeres mundanos. Convivió con una mujer durante catorce años, con la que tuvo un hijo de nombre Adeodato, quien murió muy joven.
Agustín, antes de su conversión al cristianismo, pretendió hacerse de fama y prestigio: pasó primero un tiempo en Cartago y luego se trasladó a Roma, capital del imperio. Sin duda, tanto su brillantez como inteligencia excepcionales lo ayudaron a convertirse en un gran orador (algo así como un abogado defensor de hoy). Abrazó diversos tipos de doctrinas y creencias, y por largos años estuvo vinculado a la secta de los maniqueos (variante del gnosticismo).
Las cosas empezaron a cambiar cuando fue destacado como orador del emperador en Milán. Allí conoció a San Ambrosio, obispo de la ciudad, cuyo testimonio de sabiduría y habilidad retórica lo dejaron impresionado como nada lo había hecho antes. Providencialmente, Agustín fue capaz de reconocer gracias a aquel hombre santo tanto la luz de la Verdad -con mayúscula- que había buscado como, por contraste, la oscuridad en la que se encontraba su existencia.
Un día, cuando Agustín estaba en un jardín, sumido en una profunda melancolía, escuchó la voz de un niño que le decía: «Toma y lee; toma y lee». El santo abrió, al azar, una biblia que tenía a mano. Sus ojos se posaron en lo primero que vio: el capítulo 13 de la carta de San Pablo a los romanos. Este decía:
«Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos…revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rom 13,13-14). Aquel texto le tocó el alma y aceleró su proceso de conversión. En ese momento resolvió cambiar de vida según Cristo, empezando por renunciar a los placeres carnales y ser casto.
«Tarde te amé, oh Belleza siempre antigua, siempre nueva. Tarde te amé», dice San Agustín en sus Confesiones.
Una madre excepcional: Santa Mónica
En el año 387, Agustín fue bautizado junto a su hijo; tenía cumplidos los 33 años. Siempre consideró que su conversión fue tardía y que desperdició buena parte de su vida buscando lo más grande en cosas que son pura apariencia. La muerte de su madre, Santa Mónica, ese mismo año, le dejó un gran sinsabor.
Agustín había tomado conciencia por fin de todo el amor y empeño que había puesto su madre en que él cambiase de vida y reciba a Cristo. Nunca antes había percibido con tanta claridad que su madre había sido una mujer de amor profundo a su familia porque era una mujer llena de amor a Dios. Esta dura experiencia, que se combinaba con una gratitud insondable, marcaría a Agustín para el resto de su vida.
África otra vez: Hipona
De regreso a África, el santo se propuso llevar una vida de meditación y oración. Sin embargo, Dios tenía otros planes para él.
Un día, asistiendo a la Eucaristía en Hipona, fue interpelado por el obispo Valerio, quien ya había recibido noticias sobre su conversión. Entonces, Valerio le dijo que necesitaba con urgencia un sacerdote que lo asistiera en su encargo pastoral. Aunque la idea no le agradó inicialmente, Agustín tomó aquel cuestionamiento como un llamado del Señor.
Así, después del tiempo y la preparación indicada, es ordenado sacerdote; y, cinco años después, obispo. Gobernó la diócesis de Hipona por 34 años, empleando sus dotes intelectuales y espirituales para atender las necesidades del rebaño que Dios le había encomendado.
Combatió las herejías de su tiempo, debatió contra las corrientes contrarias a la fe, acudió a varios concilios de obispos en África y viajó constantemente para predicar el Evangelio. No pudo evitar que la entrega a su labor episcopal le forjara un gran prestigio dentro y fuera de la Iglesia, especialmente por su lucidez, valor y sabiduría.
En agosto de 430 se enfermó y el día 28 de aquel mes falleció. Su cuerpo fue enterrado inicialmente en Hipona, pero luego fue trasladado a Pavia (Italia).
con información de Aciprensa