_Lecturas de Hoy: 1Mac 2,15-29; Sal 49,1-2.5-6.14-15; Lc 19,41-44:
La comunidad cristiana de Corinto, radicada en una de las ciudades más cosmopolitas, dio -mezclados con muchas alegrías-, algunos motivos de preocupación; ya en tiempos del apóstol Pablo que adoctrinó a los primeros hubo problemas con algunos cristianos que perdían su fuerza por la boca y se mostraron indisciplinados. Años después se repitió la historia de los carismáticos que no aceptaban someterse a la autoridad de los legítimos pastores. El papa Clemente tuvo que intervenir en esos episodios poco agradables, molestos y preocupantes; era preciso corregir la desunión y evitar el peligro cismático.
Clemente I, obispo de Roma durante diez años, mandó a aquellos fieles una espléndida carta que llevaron Claudio Efebo, Valerio y Fortunato. Está escrita en griego, que era entonces el idioma oficial, y transportaba a Corinto la paternal recomendación de practicar la caridad fraterna. No figura en el escrito el nombre de su autor, pero el análisis interno induce a pensar casi con certeza que el autor, al ser obispo y de Roma, debe ser el papa Clemente, el cuarto papa, tercer sucesor de Pedro, después de Lino y Cleto, por eso se le atribuye con toda probabilidad. De hecho, así lo entendieron Eusebio de Cesarea que califica la carta como «universalmente admitida, larga y admirable», Orígenes y el resto de los escritores eclesiásticos.
Clemente está incluido en el Canon de la Misa y aparece mencionado en los antiguos calendarios.
Algunas Actas legendarias -con toda probabilidad falsas- lo presentan emparentado con la familia imperial, como si fuera primo de Domiciano, o pariente de aquel Flavio Clemente al que mandó matar el emperador por el crimen de «ateísmo». Otros testimonios aducen su condición de liberto de la casa Flavia; unos afirman que procedía del paganismo, mientras que otros lo presentan con ascendencia judía. Hay quien lo quiere identificar con el homónimo mencionado por al Apóstol Pablo en la carta a los filipenses como colaborador suyo, y hasta afirma alguno más que fue convertido en Roma por la predicación de Pedro.
Sea como fuere, a través del escrito se ve la fina figura de un papa conocedor del Antiguo y Nuevo Testamento y bien experimentado en el espíritu de oración. Habla de forma arrebatada de la fe, origen de la disposición humilde de donde nace la aceptación de la autoridad; expone -con la seguridad que dan las disposiciones divinas y no las componendas humanas- la existencia de la autoridad jerárquica proveniente de la voluntad fundacional de Cristo, y llama a la comunidad universal de los creyentes «cuerpo de Cristo» y «rebaño»; no falta el recurso a la «tradición recibida» para llegar a la concordia de la fe y recuperar la paz.
Es admirable descubrir con nitidez la conciencia de su autoridad y de su obligación universal al intervenir en uno de los primeros conflictos, en virtud de su suprema autoridad. Con tono dignísimo y de gran solicitud paternal, Roma ordenó y fue obedecida.
La carta se considera tan autorizada por los destinatarios que sesenta años más tarde aún se leía a los fieles, en la asamblea dominical, según consta por testimonio de Dionisio de Corinto.
Párrafos de la carta de Clemente dan a entender que se escribió al finalizar una de las persecuciones, probablemente la de Domiciano, emperador al que el poder lo cambió inesperadamente de pacífico a cruel.
Clemente ¿murió mártir al final del siglo I?.
En torno a su muerte tampoco falta el relato imaginativo de las actas tardías (s. IV) configuradas con una frondosa literatura que intenta realzar la figura del santo. Suponen que el emperador Trajano le desterró al Quersoneso, en Crimea, condenándole a trabajos forzados en una cantera, por negarse a dar culto a los ídolos. La leyenda referirá abundancia de hechos prodigiosos como el haber sido arrojado al agua en el mar Negro con un ancla atada a su cuello; pero un ángel enviado por Dios hizo en el fondo del mar un magnífico sepulcro de mármol; cada aniversario de su muerte podían los fieles visitarlo a pie seco y cuando una madre olvidó en una ocasión allí a su hijo, lo encontró al año siguiente vivo.
El ancla que está presente en su iconografía más bien nos sugiere la firmeza de la fe y la seguridad de la unidad de las que fue Clemente eminente campeón con su enérgica defensa al mantener el principio de la autoridad primacial de la sede romana. En medio de las persecuciones, es el obispo de Roma la indiscutible voz suprema del magisterio.
Nota histórico Litúrgica
(Los santos del Calendario Romano – Enzo Lodi)
La memoria facultativa de san Clemente, venerado ya a fines del siglo iv, según Jerónimo (392), en el «titulus Clementis»
(una iglesia de Roma que conserva la memoria del nombre de Clemente, dueño de la casa), y denominado «sacerdos et maríyr»en los distintos formularios del sacramentario veronense (nn. 1188-1198: se inspiran en las Recognitiones pseudo-Clementinae de origen sirio, muy antiguas y traducidas por Rufino), perpetúa un culto muy difundido no sólo en Roma, sino también en África, Galia, España e incluso en Bizancio (con la traducción de sus obras en griego). El misal tridentino hacía memoria de la passio romana de san Clemente, compuesta a finales del siglo v en latín, que coloca a Clemente en tiempos de los emperadores Nerva y Trajano (sólo en el breviario, pero no
en la misa). En esta segunda pasión, independiente de la primera, de origen sirio (que se saca de las obras atribuidas a Clemente: demás de las veinte homilías y de los diez libros de las Recognitiones, hay también un Epítome o resumen de la novela siria), se hace de Clemente el sucesor inmediato de san Pedro. Se trataría del papa condenado al destierro en la península de Crimea. Muchos detalles legendarios han sido reflejados en el ábside de su basílica (se remonta al siglo ffl, con sucesivas reconstrucciones), donde Clemente aparece junto a san Pedro con el ancla con la que habría sido arrojado al mar para que no lo repescaran los cristianos.
Según el testimonio de Ireneo (AH El, 3,3), Clemente sería el tercer sucesor de san Pedro y testigo de la tradición de los apóstoles, como puede argüirse de su carta escrita desde Roma a los Corintios para reconciliarlos en la paz en un momento de grave disensión interna en la comunidad. Es seguro que Clemente no se identifica con el mártir Tito Flavio Clemente, miembro de la casa imperial de los Flavios (según el autor de los Hechos de los santos Nereo y Aquiles). Tampoco es cierta, si bien verosímil, la identificación con el Clemente que Pablo llama colaborador suyo (en Flp 4,3), identificación que Orígenes (pese al silencio de Ireneo) y luego Eusebio y Jerónimo aceptaron como auténtica, aun ignorando su martirio. Pero el documento de la carta citado por Ireneo, así como por Hegesipo y Dionisio de Corinto, testimonia la autoridad del obispo de Roma, entre el 92 y el 101, que interviene por vez primera en las contiendas de otra Iglesia y trata de conciliar los ánimos recomendando el respeto de la jerarquía eclesiástica en la diversidad de cada una de sus funciones. Una inscripción en la basílica de San Clemente, contemporánea de Rufino, mandada poner por el papa Siricio (| 399), sería una noticia cierta de su martirio («martyr», sin el nombre de Clemente, que cabe empero suponer), que al menos a finales del siglo IV era compartida en Roma (aunque la tumba sea conocida al fin del siglo V). En cambio, la fecha del 23 de noviembre se remonta al martirologio jeronimiano, que atestigua su aniversario litúrgico desde una época muy antigua (los primeros papas no tienen aniversario determinado), y cuyo centro era el título de Clemente.
con información de Catholic.net