Unitatis Redintegratio, que significa restauración de la unidad, es el decreto del Concilio Vaticano II sobre ecumenismo, promulgado el 21 de noviembre de 1964 por el Papa Paulo VI.
El capítulo I de este decreto enseña los principios católicos sobre el ecumenismo: sobre la unidad y unicidad de la Iglesia, la relación de los hermanos separados con la Iglesia católica y el ecumenismo.
La comprensión de estos principios debe estar enmarcada en la nueva concepción eclesiológica que emana del Concilio expresada en la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium: “[La Iglesia de Cristo] constituida y organizada en el mundo como una sociedad subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica” (LG 8).
Si bien afirma que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, a la vez reconoce que fuera de ella se pueden encontrar muchos elementos de verdad y que éstos son dones propios de la Iglesia de Cristo, este reconocimiento hace camino hacia la unidad.
El Decreto retoma el texto bíblico estandarte del caminar ecuménico: “Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21), recuerda que luego de resucitar el Señor Jesús derramó el Espíritu que congrega a la unidad y a la vez efectúa la unión de los fieles, y que estamos unidos por un solo bautismo.
Respecto a la relación de los hermanos separados con la Iglesia Católica afirma que “quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente, quedan constituidos en alguna comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia católica” (UR 3), sin duda el bautismo se constituye en el principal signo de unidad visible entre las Iglesias y esa es la base de la comunión eclesial, aunque no sea perfecta.
También afirma que muchos de los elementos o bienes con los que la Iglesia se edifica se pueden encontrar fuera: “la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y algunos dones interiores del Espíritu Santo” (UR 3) que pertenecen a la única Iglesia de Cristo.
Finalmente, reconoce que “en muchas partes del mundo, por inspiración del Espíritu Santo, se hacen muchos intentos con la oración, la palabra y la acción para llegar a aquella plenitud de unidad que quiere Jesucristo” (UR 4) y exhorta a los fieles católicos a cooperar diligentemente con la obra ecuménica.
“La Iglesia [de Cristo], único rebaño de Dios como un lábaro alzado ante todos los pueblos, comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina llena de esperanza hacia la patria celestial” (UR 2).
